sábado, julio 03, 2010

Entre Israel y otras cosas, parte... bla bla bla, modafokersitos

El martes pasado, 29 de junio, crucé la entrada principal del hospital Motol de Praga y ayer, 2 de julio, salí por ahí mismo y a pie. Como ya he escrito alguna vez, desde hacía varios aňos que no escuhaba nada bien de mi oído izquierdo. Cuando vivía en México, la neta no tenía muchas ganas de que en el IMSS alguien me viera el oído, un artefacto tan delicado, y no tenía ni un centavo como para ir a un buen hospital privado, así que lo dejé pasar. En Praga, un otolaringólogo alcohólico, se le notaba a leguas que lo era, de unos cincuentaitantos aňos, que trabajaba en un hospital con un ambiente tenebroso, todavía de la época comunista, me quería abrir el oído sólo para ver qué tenía y le dije, si, güey, ahorita, y lo dejé pasar.

Una cosita: por recién obtenida la ciudadanía checa, gracias a mi gen materno, obtuve con ello el derecho a inscribirme a la oficina de empleos y con ello obtener, al ser desempleado, el seguro médico de desempleado, que fue lo que pagó todo este desmadre. Estoy agradecido, muy agradecido.

Dejé pasar este asunto hasta que un día mi abuelo me dijo que fuera con su doctora del oído porque era muy buena. Mi abuelo conocía a muchos doctores porque a cada rato le salía algo, o cáncer o un tumor o herpes sozter o salpullido salvaje en toda la piel, así que era un experto en doctores y médicos y hospitales praguenses, y siempre había salido vencedor. Así que fui con la doctora que me recomendó, una mujer con voz fuerte, segura y mandona, al principio me asustó, no me miraba a los ojos, sólo veía la pantalla y me preguntaba cualquier cosa así como a ver, qué hueva, pero escucho, qué tienes, y ya le dije a duras penas porque entre que estaba nervioso, entre su impaciencia por mi checo deficiente y entre las intervenciones de mi abuelo que trataba de ayudar porque según él no puedo comunicarme con los checos para nada, hasta pensé que la doctora me azotaría en cualquier momento su agenda que revisaba cada segundo, pero no, no pasó nada lamentable, finalmente nos entendimos, me sentó en su silla con microscopio para ver dentro del oído, se sentó frente a mí y pegó sus muslos esbeltos y todavía bien formados a mis rodillas, pero mucho, hasta se asomó una leve sonrisita pícara, todavía no me acostumbro a este tipo de desplantes de algunas checas, vio dentro de mi oído y supuso en seguida qué tenía y me mandó con un especialista del oído. El especialista del oído me hizo una endescopía, por cierto, a mi hermano le encanta la endescopía, dice que es un mapa al revés, y descubrió el especialista que tengo otoesclerosis y que necesito una operación. Lo que había entendido al principio es que uno de mis huesecillos del oído, el que tenía la otoesclerosis, había crecido de más e impedía que el tímpano vibrara y que mi cerebro escuchara, así que había que limarlo o algo así y que sólo meterían unos artefactos largos por mi oído sin necesidad de cortar cartílago ni cráneo. Acepté, se hizo la cita y tuve que hacer algunos preparativos para la operación como análisis de sangre, de orina, una radiografía de pulmón y corazón, medida de presión y creo que ya. Llegué a la cita con toda esta información y me enseňaron un cuarto con tres camas, la enfermera me mostró el cuarto casi casi como si fuera un hotel casero, me mostró el baňo y la regadera. En una de las camas estaba un seňor joven que resultó ser francés, casado con una francesa, y que trabajaba en Praga no sé en qué madres y tenía tres libros abiertos sobre la cama, escritos en francés, sobre temas cabalísticos y sobre historia y biología, mi abuelo y yo nos acercamos a ver los libros cuando el francés estaba platicando afuera con su esposa francesa y mi abuelo me dijo como si fuera un niňo listo, a la gente se le conoce al ver lo que lee. La enfermera era una mujer como de unos treintaitantos casi cuarenta aňos, vestida con un vestidito azul claro que le formaba bien sus nalgas redondas y mostraba sus piernas agradables, y unos calcetines blancos subidos casi hasta las rodillas, se veía muy coqueta, se reía mucho, como las que le gustan a mi abuelo, siempre dice, mira, se ríe mucho, eso es bueno, y esta enfermera me preguntó que si las personas que me acompaňaban, o sea, mi madre y mi abuelo, eran mis padres y me reí y le dije, casi, pero no. La enfermera me miró como, sí o no. Aquí los checos no entienden el sí pero no. Entonces le tuve que decir con una precisión exacta, no, él es mi abuelo y ella es mi madre. Mi padre vive en el Deefe y están divorciados y ella puso una cara de ay, pobrecito, qué lástima.
Estoy haciendo el cuento largo. El asunto es que mi abuelo y mi madre se fueron y me quedé ahí solo con el francés simpático que se sorprendió que le hablara con mi mal francés y me preguntó que si hablo en inglés y le contesté con mi mal inglés; antes de hablar con el francés había esperado en el pasillo a mi cirujano para que hablara conmigo, pero no llegaba y no llegaba, pasaban las horas, yo me aburría, veía a mis vecinos con tubos, con las orejas vendadas con el cuello cortado con botelloncitos colgantes a los que le caía sangre amarillenta y ya me metí a mi cuarto, me quité los zapatos, los pantalones, me puse unos pants y me acosté en mi cama, leí el periódico, platiqué con el francés en mi mal francés, me eché una siesta porque estaba muy cansado porque trabajé mucho el fin de semana y bebí mucho también y dormí poco. Luego ya me llamaron para que vaya a ver al cirujano, pero no me vi con el cirujano, me vi con una doctora cirujana también, pero no era la que me operaría sino la que estaba en turno para cuidar a los pacientes de esa sección por cualquier emergencia, una mujer joven no fea con unas chichis que parecían querer romper los botones de su camisa blanca, con el abdomen plano, las cejas finitas delgadas y pelirojas y me imaginé de inmediato, no lo pude evitar, los pelitos de su pubis y su pucha abultada y ella notó mi distracción y entonces le pregunté, te gusta la comida mexicana, sí, me contestó efusiva, conozco México, estuve en Veracruz, en el caribe yucateco, en las playas del pacífico, en Oaxaca y en el Deefe, ah, chinga, ahora hasta conoce más que yo, pensé, pero luego luego le dije, ah, qué chingón, pues por qué no vas a Las Adelitas, un restaurante mexicano cien por ciento que está en Americká 8 en Vinohradech donde yo trabajo los fines de semana. Y ella dijo, ah, dices lo de cien por ciento porque la mayoría de los restaurantes mexicanos en Praga son un porquería, verdad. Y sí, es que hay muchos lugares disque mexicanos, pero nel pastel, en Praga el mejor lugar es Las Adelitas y luego le sigue otro lugar que ni conozco, pero que algunos mexicanos de Praga dicen que sí está chido. Y en Berlín, un cuate abrió un restaurante también cien por ciento mexicano que se llama La Pulquería y en Londres parece que alguien abrió un restaurante mexicano bien cabrón con comida ya muy sofisticada, mesoamericana y dividida en regiones y toda la cocha, o sea, todo un éxito la variedad mexicana. Y luego también se venden muchas cosas mexicanas, algunas paiques, que yo nunca había visto que se vendieran en México. Ah, y una cosa mala, muchas distribuidoras y exportadoras de productos mexicanos hechos en México son gringas y europeas, qué lata, pero bueno, acabo de lanzar un tip. La cirujana joven me explicó que me van a quitar el huesecillo daňado y van a poner uno artificial y me preguntó que si estoy de acuerdo y me dijo las cosas buenas y las cosas malas y luego me pidió que firmara unos papeles con los que aceptaba todo lo que me harían y sus riesgos. Nos despedimos, no le pedí su teléfono ni nada, se le notaba un poco nerviosa y como que quería parecer bien cabrón una profesional, así que sólo le sonreí con una de esas sonrisas que matan, ah, verdad. Pensé que ojalá se le haya mojado el chón, la neta, y pensé que ojalá vaya alguna vez a Las adelitas y que yo estuviera ahí. Me regresé a mi cuarto y algunas horas después, sí, muchas horas, es que llegué desde las nueve de la maňana, ya llegó mi cirujano y habló conmigo y me explicó todo el desmadre, me mostró unas fotos y unas ilustraciones y me preguntó a qué me dedicaba y le dije que estaba desempleado, o sea, sin contrato ni prestaciones y que trabajaba de mesero, ah, y de repente como maestro de espaňol y el cirujano puso una cara de chale voy a operar un pinche mesero. Uy, bueno, un pinche meserito, pero bien simpático y amable y atento con la clientela y que además a veces da clases de espaňol como yo, es tan valioso como, no sé, un pinche escritor bien cabrón o un pinche cirujano bien cabrón, creo.
Ya estoy haciendo una pinche novela de este pinche post, pero continuará.





En Israel, después de Belén, fuimos al mar muerto, cerca de la frontera con Jordania, qué bonito mar y qué lugar tan raro y tan fantástico. En esas aguas no hay ni un solo ser vivo, ni una sola bacteria, porque contienen tanta sal que se vuelven inhabitables. Llegamos a un balneario a orillas del mar, sólo ahí y creo que en otro o en otros dos lugares se podía uno meter a baňar, en cualquier otro lugar que se metiera alguien, estaba en peligro de recibir una bala Israelí o Jordana o sólo un regaňo Israelí. Y en el balneario uno no podía alejarse por el agua a más de cierta distancia porque sino se dejaba escuchar un regaňo desde un altavoz instalado en una torre de vigilancia donde había salvavidas y soldados. Era peligroso tanto por la inestabilidad sociopolíticogeográficohistóricoracialétnicoreligiosoyhastaeconómico de la zona y por la facilidad con la que uno se podía ahogar en el mar muerto. Si esa agua le llegaba a entrar a alguien a los ojos, éstos le ardían en exceso, tanto que uno no los puede abrir o si era tragada por alguien era también algo terrible, sabía a sal y quemaba sin piedad las glandulitas gustativas y si llegaba al estómago, no, pues, se sufría un ataque estomacal o un paro cardiaco porque un trago de agua del mar muerto constituye a tragarse un vasito de sal de un solo putazo. Llegamos a un estacionamiento grande donde había un restaurante y una tienda cafetería con mesas afuera, también había una zona pública con mesas y árboles y baňos y regaderas a donde llegaban familias israelitas de buen humor y organizaban una parrillada con carnes de res, cordero y verduras y ensaladas que no se veían nada mal ni olían nada mal. Los niňos gritaban y corrían y se daban de madrazos en la bicicleta o corriendo o con el árbol y los papás bien tranquis, pus sí, me imaginé que tenían que ser fuertes y estar preparados para cualquier emergencia. En la playa del mar, habían unas rocas colocadas a manera de gradas para sentarse y ahí vi a una seňora gorda medio lurias vestida de soldado con un buen rifle de largo alcance y con tiras de balas decorando su espalda y su pecho. Igual y sí era oficial su puesto, pero igual y no y sólo estaba preocupada, ya con algo de paranoia, porque pasara algo malo mientras sonreía y veía a unos niňos isrelitas jugando en la orilla del mar y tirándose piedras bastante grandes, una de ellas fue lanzada muy cerca de una turista que si hubiera recibido la pedrada era desangre y ambulancia segura, pero todo parecía muy normal y muy inofensivo y nadie hacía nada ni decía nada. Luego llegó un grupo de niňos de entre ocho y catorce aňos haciendo ruido con tambores y además cantaban cantos nacionales y seguramente religiosos en hebreo, estuvo raro, se me figuraron a un grupo de niňos narrados en una novela inglesa para niňos que se llamaba Emilio y los detectives que parecían de barrio y que jugaban y gritaban medio inocentemente, pero con muchas ganas de mostrar que ese era su barrio y que podían hacer lo que se les diera la gana, algo así.
Cuando me metí a nadar no podía estar boca abajo, sólo boca arriba, era la manera más cómoda de flotar en el mar muerto y digo de flotar porque pos ya todos saben que ahí uno no se hunde. Mientras me baňaba, Jindřich estaba sentado en las gradas de piedrotas, cada roca era un asiento para dos o tres personas, con cara como refunfuňosa como si hubiera estado pensando, qué hueva de lugar, ya me quiero ir a mi casa, estoy harto, qué chingados hago aquí. No se metió al mar, pero me tomó un par de fotos estando yo dentro. Luego salí y me enjuagué en una regadera como las que hay a veces en algunas playas para quitarse el agua salada, donde me entretuve bastante rato para quitarme bien la sal, sobretodo de las axilas, el culito peludón y de los huevitos. Luego fuimos a la tienda cafetería y pedimos un perro caliente kosher, por supuesto, y dos espresos largos con espumita. El Jindřich me dijo, como por quinta vez durante el viaje, que el café es un pinche café y que qué pedo con esas mamadas de la espumita y el capuchino y el maquiato y el buen café de máquina y que qué mamadas que no se pueda tomar el café instantáneo y ya, y que de plano no entendía la diferencia y que no la veía y que estaba muy complicado para su entender. Las primeras veces que me decía eso lo veía incrédulamente, creo que hasta abrí la boca, y luego ya lo dejaba hablar, como aquella vez del perro caliente, sentados en una de las mesas públicas, mientras veía a las familias israelitas, cómo los papás asaban sus carnes y verduras y como los niňos corrían y chocaban con todo y cómo las mamás, algunas muy ricas, estaban preparando la mesa sacando pendejada y media de topers, neveras y bolsas.

Sí, estuvo muy largo, pero ni pedo, hoy no pude ir a trabajar de mesero.

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