miércoles, abril 11, 2007

Liter encontrada

Hace algunos meses me había invitado un amigo catedrático de la universidad de San Luis Potosí a pasar unos días en su casa y quizá dar alguna plática o taller en las instalaciones de la uni. Le tomé la palabra, fui este fin de semana. Me la pasé bien, pero a lo que va. Este prof cuate me dio algunas antologías que le han llegado como regalo o ya no sé de dónde las sacó, y me dijo que les echara un vistazo, son jóvenes escritores que mandan cuentos, poemas y textos de toda clase, cuando tuviera ganas en la noche. Bueno, le respondí con algo de hueva.
En la noche los hojeé y encontré uno simpático. Aquí se los pongo pa que lo juzguen. Lo esrcibió una chava que se hizo llamar Garnilda. Así nomás. Decía: mujer de veintiún años, nacida en Sonora, radicada ahí mismo. Firmado con seudónimo: Garnilda. Así más o menos era presentada en la antología. No importa en realidad. Ay va. Traté de respetar las sangrías, etc. pero en este sistema blogger no pude.

Cicatriz de mi casa

Llegué a la cima del cerro y encontré un paisaje estremecedor en el que figuraban ramajes anchos y espinados, que se entrecruzaban, sin que fuera tan tupido. Encontré algunos puntos espaciosos que de alguna manera parecían una invitación a entrar al osado que quisiera acariciar esas hojas grandes, peludas y rojas, como si estuvieran a punto de salirles fuego. Miré el cielo. Me quedaba poco del día. Saqué mi arma y disparé hacia dentro de los huecos que oscurecían en su profundidad, queriendo alcanzar el cuerpo del monstruo que asesinó a mi hermano y que se escondía tras ese valle rojo y lleno de garras.
Como quedaba poco del día decidí pasar la noche y al día siguiente entrar. Pero cuando se ocultó el sol alcancé ver a alguien en la falda del cerro. Me escondí detrás de un arbusto y le apunté a la sombra que subía.
¡Arturo, Arturo! Gritó la sombra. Reconocí al que me llamaba, era Clemente, mi vecino. Salí a su encuentro.
--¡Qué bueno que te encontré! –Dijo mientras jadeaba- Arturo, no entres en ese lugar maldito. ¡Nunca saldrás de ahí! Ya hemos perdido a muchos
--No. Debo y quiero hacerlo. Estoy harto de ese pinche monstruo. Alguien lo tiene que matar
--Pero, está muy de la chingada sobrevivirle y además matarlo. No te pongas necio. No eres un valiente…
--¡Cállate y escucha! –nos quedamos en silencio. Clemente sudaba a chorros, estaba pálido y le temblaban los labios. Se impacientó porque no dije nada.
--¿Qué?
--El silencio… Está muy tranquilo todo
--Mira, Arturo, entiendo tu dolor, a mí me pasó lo mismo. Mi primo Pedro, cuando estaba moribundo, después de que lo atacara el monstruo, me dijo que era algo parecido a un humano. Pedro venía de dar un paseo por el campo y sintió que algo lo seguía. Volteaba hacia atrás sin ver nada. Sea lo que sea, se movía rápido alrededor de él. Paró en seco y miró hacia todas partes. Él estudiaba biología y notó rápido que las plantas ensombrecieron un poco, es más, toda la galaxia se ensombreció. Tomó una piedra para usarla como arma. Dio algunos pasos mientras volteaba para atrás y para adelante. En eso voló desde quien sabe dónde un cuchillo hacia él. Giró dos veces como un proyectil rastreador mientras lo esquivaba. Por fin fue alcanzado. Cayó de rodillas y vio esa cosa que se aproximaba a él mientras decía casi incoherentemente, “sangre”. Estuvo junto a él. Pedro lo tomó de algo así como sus hombros, estaba duro y sentía el picor de unas espinitas filosas y transparentes, como si estuviera hecho de fibra de vidrio, y la cosa le sacó el cuchillo y le lamió la sangre. La probó varias veces y luego se fue.
--No mames, eres tan mitómano como todos. Además tú no estabas ahí y Pedro quizá estuviera delirando. También me sé la historia de Don Jacobo, la de él por lo menos me la contó mejor. De cuando una vez hace muchos años engañaron al monstruo y le dieron un cuerpo envenenado. Parecía que había funcionado, porque no salió en semanas y las hojas rojas se volvían cafés y marchitas. Todos estaban felices, pero llegó un día en que se atascó con varios y los atacó con furia. No entiendo como lo pudieron engañar, pero eso cuenta la leyenda
--¿Te puedo dar mi cuchillo? –me sorprendió el cambio de Clemente, incluso me dio más miedo, pensé que me convencería de no hacerlo. Acepté el cuchillo.
--Gracias
--Suerte y que Dios te bendiga. Me regreso a casa
Fue una despedida rápida, pero triste. Noté los ojos oscuros de Clemente con la poca luz de la luna.
Me desperté antes del amanecer y sentí un olor ácido, como el sudor de los que comen mucho ajo. Al apoyarme con mi mano para levantarme toqué una plasta rojiza que no era sangre. No sé que era, pero sabía que me lo dejó esa cosa para darme la bienvenida.
Entré por uno de los huecos. Caminé bastante rasguñándome los brazos y el pecho. Mientras avanzaba se hacía oscuro, pero no por completo. Sudaba. No veía el fin del ramaje. Las espinas parecían agrandarse cuando las tocaba con mi cuerpo, era desesperante. Me detuve para concentrarme y tomar fuerza. En eso noté unas pupilas iluminadas como a dos metros de mí. El olor ácido era muy fuerte. Se movió rápido, las ramas se hacían a un lado para que pasara esa cosa. Le escuché un alarido feroz. Así con la boca abierta, los ojos iluminados, rápido y violentamente se me acercaba. No alcancé a sacar de mi cintura ninguna de las dos armas. Pensé que era mi fin. Estaba pasmado esperando el desgarre de mi cuerpo. Se detuvo instantáneamente justo unos diez centímetros frente a mí desprendiéndosele algunas gotas de esa misma plasma, creo que era su sudor, me dijo sangre y desapareció.
Muerto de miedo me recuperé y traté de salir lo más rápido de ahí. Me desgarraba la ropa. No sólo eso, sino que además me costó todo el cuerpo con sus filosas uñas, era hábil, no quería matarme, únicamente me dejaba recuerdos imborrables en mi piel, ahora tengo cicatrices largas que adornan mi desnudez. Logré salir de ahí a duras penas. Fui derecho a mi casa. Me recibieron algunas personas que esperaban algún milagro y me curaron. Me hicieron contarles lo que pasó y luego dormí hasta el día siguiente.
Siguió haciendo de las suyas el monstruo, matando gente. Pero varió un poco en su técnica. Empezó a atacar dentro del poblado, cerca de mi casa para que yo escuchara los gritos de sus víctimas y no faltaba que pasara junto a mi ventana o donde yo estuviera con una sonrisa socarrona que a veces evocaba un “cicatriz de mi casa”. Maldito estúpido. Todavía se burlaba de mí, por eso no me mató, para que sufriera.
Tiempo después hicimos un trato entre todos los del pueblo. Cada semana poníamos un balde de sangre que nos sacábamos entre todos y se lo poníamos a la entrada del ramaje, en la cima de la colina. Se volvió nuestra mascota. Ya no mata a nadie, pero todavía se pasea junto a mi ventana con su sonrisa socarrona diciendo un “cicatriz de mi casa”.

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