domingo, octubre 15, 2006

¿Quién toma solera?

He dado tiempo para que lean mis cuentos, pero parece que los cuentos no le interesan a nadie. No importa. No los considero fundamentales en la historia de la literatura. Lo que parece fundamental es mi vida de fracasator. Me fascina. Ahora estoy decidiéndome por largarme a algún lugar baratísimo para nada más que escribir. Lo que implica un lugar baratísimo es, que por cierto ya estoy en un lugar baratísimo, vivir a cientos de kilómetros del centro de la ciudad, con vecinos que tienen un vocabulario todavía menor del que usan mis vecinos actuales en la Escandón y aburrirme demasiado, creo.
La verdad es que no lo voy a hacer. Siempre digo que me iré a casita de la chingada sin llevarlo a cabo nunca. Me mantendré en la Escandón trabajando para pagar la renta y algunas otras cositas muy sencillas y mandar a la verga el valioso tiempo para leer y escribir, apenas y puedo poner unas letras en un pinche blog.
Trataré de escribir otro libro de cuentos o algo, lo que sea, para ver si ahora sí causa sensación.
El cuchitril ha sido un éxito. Hasta salió en la Jornada. Magnífico. Está bueno. Lo malo es que quizá añade sólo un episodio extra del cuchitril, pero ningún otro.
La semana que viene, es la última que laboraré en el barecito ese en el que he estado. Me siento bien por dejarlo, descansado. Este fin de semana sufrí un ataque de gripa multi febril. Así que falté tres días, que seguramente no me los pagarán porque no soy más que una especie de lavatrastes. No soy nada. Si me muero de gripa no pasaría nada. Así me siento últimamente.

En el bar conocí a un coreano, se decía coreano, que llegaba simplemente a chingar. Quería que se le sirviera solera con coca a la perfección, se sentaba en la barra, así que podía estar cerca de mí, cosa que me sacaba de quicio. Trataba de ignorarlo, de verlo como cualquier otra persona, pero cada vez que se acababa su vaso de solera con coca, además de solera, ¿quién toma solera?, golpeaba con el borde inferior del vaso sobre la barra seguidamente. Aunque viera lo ocupados que estábamos y nos tardáramos uno o dos minutos en servirle, en servirle, daba los golpecitos de nuevo con el vaso. Se tomaba unas dos o cuatro copas, decía que el bar le parecía horrible y que el servicio era espantoso, pagaba la cuenta y se largaba mientras todos, hasta los otros pocos clientes, dábamos un respiro de alivio y calma. Siempre hubo algunos hombres madurones que veían al coreano con unas ganas enormes de golpearlo hasta tirarlo al piso chorreando sangre. Cuando se largaba, algún güey o varios, relajaban la mano que la tenían apretada en puño y lista para dirigirla como proyectil a su destino por destruir. Incluso, el pinche coreano, llegó a acusarnos a varios de ser racistas. Claro, mientras decía tal estupidez, gritaba, alardeaba, movía los brazos; nos provocaba odio hacia su persona a la vez que jugaba con eso del odio hacia su físico; era un maldito desgraciado.