martes, junio 21, 2011

Un recorrido denso

La semana pasada fui a Suiza a visitar a mi tía, mi tío, mis primas y a mi abuela que viven ahí. Estuvo fenomenal. Mi tía me trató formidablemente bien, me llevé a toda madre con mis primas y hasta fui a comer con la pobre loquita de mi abuela. Pero lo que quería decir de este viajecito de descanso bien rico es que viajé por una línea de autobuses polaca muy pero muy barata y de muy pero de muy mala calidad. Llegué a la estación de camiones Florenc en Praga a las nueve con quince de la noche. Aproveché para comerme el paquete woper número uno del burger king de ahí, casi no hay de estas hamburgueserías en la ciudad, puro pinche mcdonalds y, peor tantito, también puro pinche kentuckys. Hablando de naqueses alimenticias, la mayoría de los lugares en Praga donde te preparan capuchinos, le ponen la decorativa canela en polvo. Me comí mi woper más o menos rápido porque el camión salía a las nueve con cincuenta y cinco. Me llevé la última papa con catsup a la boca, dejé la charola en el contenedor de charolas y fui a mi andén. Dieron las diez y nada. Dieron las diez y media y nada. Fui a preguntar qué pedo al módulo de información y un albino bizco que hablaba con un checo letrado me dijo, tiene retraso, te recomiendo que vayas afuera por si las moscas. Dieron las once y media y fui a preguntar otra vez. Sigue retrasado. ¿Es normal que tarden tanto? Le pregunté y me dijo, mira, son polacos. Me lo dijo con una mirada de sí, es normal. Dieron las doce y fui a preguntar otra vez. Sí, tuvo un retraso en la frontera entre Polonia y Chequia, llegan aquí a las doce y media. Chale, me lleva la rechingada, pensé. Dieron las doce veinte, me fui a sentar a una banca cerca de mi andén y un conserje cuidador de la estación a unos veinte metros de mí me gritó y aplaudió varias veces para hacerme con un ademán de que no podía estar ahí, algo así como un: ¡Órale, órale, no puedes quedarte a dormir aquí, cabrón! Me paré de la banca dejando mi mochila sobre ella y me dirigí hacia el conserje con pasos lentos mirándolo fijamente a los ojos y le dije que estaba esperando mi camión, que debe llegar a las doce treinta. Yo era el único pasajero esperando, no lo podía creer, todo se me hacía muy raro. Noté a una chica esperando también más o menos desde que llegué. Me dije, a ver, voy a platicar con ella, no está nada mal, igual y se va a subir también al camión, nos hacemos cuatitos, nos sentamos juntos en el camión y la beso, a huevo. Fui a platicar con ella, era una angloparlante de quien sabe dónde chingaos y me dijo que estaba esperando a un cuate que llegaba de Polonia en ese pinche camión que se suponía llegaría en cualquier momento. En eso los conserjes me dijeron que cerrarían la estación en cinco minutos y que nadie podía estar ahí. ¡Putísima madre!, pensé, esto no puede estar sucediendo. A las doce treinta y uno apareció el camión por la entrada al estacionamiento. ¡Uf, qué suerte!
Metí mi mochila al compartimento de las maletas, vi a la angloparlante que abrazaba a su esperado amigo, felices los dos. Subí al camión. Mi boleto tenía el asiento numerado, pero dentro, los asientos no tenían números. El chofer me dijo que escogiera el asiento que sea. Chale. Me senté junto a un tipo que leía una novela con un título en italiano. Atrás de mí iba un grupo de polacos pedísimos, se reían, hablaban, chocaban botellas de alcohol y desde sus lugares apestaban sus exhalaciones etílicas. Me jeteé todo el camino y me desperté varias veces para acomodarme mejor por un dolor en el cuello de la chuequez en que dormía. Listo, llegué a Zurich, Suiza.
Para el viaje de regreso, tomé la misma línea polaca de camiones. Esta vez llegó sólo cuarenta y cinco minutos tarde. Venían desde España. En la pequeñísima estación de camiones de Zurich, pequeñísima porque todos ahí toman más bien trenes y aviones para viajar, había dos parejas de ponquetos alemanes. Cuando llegó el camión ellos se sentaron hasta atrás como niños chido malos en la excursión de la primaria. Yo llegué a una fila donde había por un lado dos asientos con una chamarra y por el otro lado había otra chamarra y una mochilita. No sabía dónde sentarme, quería que me tocara alguien decente a lado. Decidí por el lugar vacío donde había a lado una chamarra. Me senté y cuando estábamos a punto de partir se sentó junto a mí un güey que olía mal y vestía una playera de plástico de esas de llévese cinco por cien pesos en Izazaga. Ni pedo. Lo peor fue que enseguida llegó el pasajero de los asientos de enfrente, una polaca güera y buenísima. ¡Me lleva la chingada! Me dije, y no podía dejar de pensar en eso durante varios kilómetros del viaje. Adelante de mí había un güey que se tomó como cinco chelas en lata, una tras otra, junto al borrachín se sentó una señora asiática chaparrita muy mona y muy propia que le ponía a cada rato su basura en la red colgante de su asiento y lo regañaba. Había cuatro choferes, un don con una panza del tamaño de un planeta y los otros tres jóvenes y esbeltos. Hasta delante había una polaca jovencita que cotorreaba con los choferes y que luego se fue con uno de ellos a dormir a la camita junto al compartimento de las maletas.
Yo no podía dormir. Durante el viaje pasaron varios pasajeros de atrás a hablar con los choferes quejándose de algo. Luego hicimos una parada en una estación de camiones en Austria y todos bajaron a fumar. Había muchos que estaban pedos y que bajaron con sus respectivos chupes. En eso el chofer con panza de planeta se acercó a los ponquetos y les dijo ¡finish! dejando sus maletas en el piso. Los ponquetos se prendieron, discutieron a gritos, sobre todo una chica ponqueta, estaba indignadísima y enojadísima. Luego llegó una patrulla austriaca que se entendió bien con las ponquetos alemanes y el chofer tuvo que dejarlos proseguir con el viaje. Entre todos los borrachines, había un güey pedísimo que apenas y podía caminar, trataba de acercarse a una polaca con el pelo pintado de rubio, gordilla, pero joven y no tan fea. La chica se lo quitaba de encima empujándolo con ambos brazos. Volvimos a subir todos y el resto del viaje se llevó a cabo tranquilamente. Los choferes platicaban con el que manejaba, se reían y prendían la luz de la cabina a cada rato. Sólo esperaba el colmo, un choque por el desmadrito de los choferes, pero por suerte no pasó nada de eso. Luego cuando por fin sentía que ya pdoría dormir saqué las piernas al pasillo, cinco minutos después siento las piernas del güey apestoso junto a mí. Volteo y el pendejo como vio que saqué mis piernas al pasillo, que dejé un espacio libre en mi asiento, decidió con toda lucidez poner sus pies y sus muslos en la parte libre que dejé. El güey me encabronó, la neta. Lo desperté medio de mala gana y le dije, hey, put your legs in your space. El güey me miraba como si no entendiera ni puta madre sin quitar sus piernas. Entonces le hice con las manos algo así como shu, shu, this is my space. Hasta la tercera vez que se lo dije ya con cara de enojo, quitó sus piernas y me miró como perrito lastimado. Sólo dormí unas dos horas.
Llegué a Praga a las seis y cuarto de la mañana, un jueves, me iba a meter al metro cuando veo que estaba cerrado. Qué raro, pensé. Vi el reloj y vi que debía estar abierto. Regresé a la estación de camiones, al módulo de información donde estaba el mismo albino bizco, le pregunté qué pedo con el metro y me dijo que estaban en huelga todo el día. ¿A dónde vas? A Mustek, le dije. Ah, está aquí cerca, mira, te recomiendo que te vayas caminando por esa calle y llegas en media hora. Oka. Eso hice. Antes de llegar a mi casa, todavía pasé a comprarme un gyros pita, pollo hecho como al pastor, en un trompo, rebanado igual, puesto en un pan pita con col, pepino, lechuga, jitomate, cebolla y salsa picante. Comida al estilo Medio Oriente. Pero no había pan pita, chale. Me dieron un tortilla pita. Tortilla de harina grande, como para hacer burritos, y me echaron ahí todo lo enumerado. Ya me encaminaba de nuevo a la casa, le di unas mordidas a esa madre y sentí que había pedazos de pollo medio crudos, guácala, me dio asco y lo tiré.
Por fin llegué a mi casa, pensando únicamente en dormir un ratito para luego irme a chambear. Entré al depa, sentí un olor fuerte a alcohol y a mota, un cuate estaba durmiendo en el sofá de la sala, pedo hasta su madre, todavía medio abrió los ojos y platicamos unos minutos. Entré a mi cuarto y descubrí en mi cama a un cabrón enorme roncando, apestando a alcohol a madres. Hasta me imaginé que tenía sobre su voluminosa panza a un vietnamita chaparrito acurrucado durmiendo apasiblemente por el subir y bajar de la respiración del monstruo roncador. Tuve que dormir en la sala sobre una madre roja, como una almohada enorme, rellena de bolitas de unicel.